El derecho a la educación en México: del liberalismo decimonónico al neoliberalismo del siglo
XXI
Introducción
El derecho a la educación y la manera en como se traduce a políticas concretas tiene una larga historia. De ahí que mirar en conjunto esa trayectoria, aunque sea someramente, permite asomarse a una visión más amplia, y tal vez profunda, sobre la construcción de este derecho en muy distintos contextos sociales. Además de la constatación de las diferencias obvias que aparecen en ese largo itinerario, afloran también los factores que explican sus dinámicas tan distintas.
Marco teórico
El derecho a la educación no es sólo ni principalmente la expresión de un proceso civilizatorio, lineal y progresivo orientado a una constante mejoría, ampliación y afinamiento de su aplicación, así como de esfuerzos por mejorar su exigibilidad y justiciabilidad. La manera como se concibe este derecho y sus alcances así como sus momentos de ampliación, estancamiento o retracción son más bien expresiones de las confrontaciones políticas e ideológicas, de los grandes acuerdos que resultan de luchas sociales intensas, del surgimiento e imposición de nuevos actores en el terreno de la educación y de las luchas de resistencia contra la restricción de ése y otros derechos semejantes.
Así, por ejemplo, las primeras manifestaciones de la educación como "uno de los derechos del ser humano", como aparece formulado por primera vez en el siglo XIX (en México), proceden de las corrientes de pensamiento libertario que dan sustento a las rebeliones contra el absolutismo europeo y también se nutren de ellas. Estas tendencias se confrontan con las corrientes "científicas" de ese mismo siglo que vienen a imponer severas restricciones a la extensión de ese derecho, con base en concepciones innatistas, que comparten la tesis de que ciertos grupos humanos tienen limitaciones "naturales" que no les permiten alcanzar niveles superiores de civilización y conocimiento.
Extendida a la educación, la confrontación entre las concepciones libertarias y conservadoras también aparece en América Latina. Por un lado, Simón Rodríguez (1771-1854), maestro de Simón Bolívar, considera que la educación es un poderoso instrumento de transformación del hombre y de la sociedad y es abierto defensor de la educación para todos, incluyendo a "los pardos y los morenos" refiriéndose a los pueblos originarios de África y América. Rodríguez anticipa ya entonces la responsabilidad del Estado en la educación al señalar que "la sociedad debe no sólo poner a la disposición de todos la instrucción, sino dar los medios de adquirirla, tiempo para adquirirla, y obligar a adquirirla" (en Rumazo, 2005:38).
Desde otra perspectiva muy distinta, Domingo Sarmiento (1811-1888), educador (y militar), ponía el énfasis en el progreso y promovía la educación sobre todo como instrumento para que las sociedades latinoamericanas pudieran alcanzar los niveles de las naciones europeas. De ahí que consideraba como un obstáculo enorme para ese propósito el hecho de que, a diferencia de la conducta de los españoles, "los ingleses, franceses y holandeses en Norte América, no establecieron mancomunidad ninguna con los aborígenes... y [los países que construyeron están] compuestos de las razas europeas puras, con sus tradiciones de civilización cristiana y europea intactas, con su ahínco de progreso y su capacidad de desenvolvimiento..." y se preguntaba "¿qué porvenir espera a Méjico, al Perú, Bolivia y a otros países sudamericanos que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento las razas salvajes o bárbaras que absorbió la colonización...?" La transformación civilizatoria de países como éstos, por lo tanto concluía, sólo podía darse a partir "del cambio de razas", y no a través de la educación (Sarmiento, 1985:53-54).
Las fuerzas sociales conservadoras reaparecen más tarde en Europa con ropajes científicos distintos y con pretensiones de una mayor sofisticación. Se usaba la medición del tamaño de los cráneos (que llegó a entusiasmar por un tiempo a Binet y Montessori), como medio para detectar el talento de personas y grupos humanos (y donde de nuevo "los toltecas" y los "negros" aparecían como los más retrasados) (Gould, 1996:176). Más tarde, en Estados Unidos, aparece la evaluación o medición "científica" para identificar de manera temprana a aquellos cuyas limitadas dotes o incluso deficiencias mentales (otra vez los negros, mexicanos, italianos, griegos, polacos, judíos) los hacían incapaces de proseguir una trayectoria educativa más allá de conocimientos básicos y técnicos (Gould, 1996: cap. 5). Sustentado en esa corriente, en 1948 se crea elEducational Testing Service (ETS), agencia comercial encargada de la medición de las dotes intelectuales de cientos de miles de aspirantes a la educación superior en Estados Unidos. Las mismas declaraciones que sobre el derecho a la educación se generan en ese periodo desde organismos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1947), para el acceso a los niveles superiores incluyen rasgos de esa corriente, pues señalan que "la educación técnica y profesional habrá de ser generalizada" pero que "el acceso a los estudios superiores habrá de ser en función de los meritos respectivos".1 Por su parte, más claramente, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (ratificada en 1948), luego de señalar que "el derecho a la educación comprende la igualdad en todos los casos", se agrega que esto será "de acuerdo con las dotes naturales".
Los grandes movimientos sociales de fines del siglo XIX y comienzo del XX, sin embargo, mostraron la necesidad imperiosa de establecer acuerdos sociales amplios y se reavivaron y fortalecieron las corrientes que planteaban la necesidad de sociedades fincadas en la igualdad y los derechos para todos. En los años veinte y treinta de ese siglo se consolidaron Estados que eran fruto de la convergencia entre clases sociales, a partir de acuerdos políticos que se vieron obligados a incluir derechos específicos para las grandes mayorías. La materialización de estos derechos sociales contribuyó decisivamente a garantizar el dinamismo y la estabilidad social y política necesaria para el desarrollo de los capitalismos nacionales, al mismo tiempo que aseguraban la supervivencia de los grupos políticos que los instituyeron. Aunque las concepciones conservadoras no dejaron de estar presentes, aun en las declaraciones internacionales, el tema de los derechos humanos para todos se arraigó firmemente.
En el caso mexicano, el derecho a la tierra, los derechos laborales y el derecho a la educación (junto con la seguridad social y la vivienda) constituyeron los pilares fundamentales de la construcción de un Estado que fue capaz de ofrecer una relativa estabilidad del país desde abajo, un acuerdo de clases sociales que, pese a su grado importante de imposición, modernizó al país.2
En esta perspectiva, la crisis actual de la educación (su falta de identidad y efectividad para contribuir a la constitución de una nueva sociedad) puede verse como parte de una crisis más amplia, generada por el desmantelamiento del acuerdo social anterior y la incapacidad del que lo sustituye (un acuerdo entre banqueros, organismos financieros, grandes empresas y gobiernos neoliberales) para incluir como elemento intrínseco las reivindicaciones de las mayorías. De ahí su incapacidad tanto para garantizar la estabilidad política y social como para imprimirle al país un renovado dinamismo social y económico. Este nuevo curso no es favorable a la vigencia y ampliación de los derechos humanos incluyendo el de la educación, y los organismos financieros insisten en que debe seleccionarse sólo a la élite para el acceso a los niveles superiores de educación;3 y, por otro lado, como veremos, desde el organismo oficial de los derechos humanos (la Comisión Nacional de Derechos Humanos) se llega a decir que el derecho a la educación no necesariamente implica acceder a una escuela. De esta manera, la definición de qué es el derecho a la educación, cuáles son sus sustentos conceptuales y sociales y cuáles sus alcances es una cuestión compleja que no tiene una respuesta única y que se puede aclarar mejor al esbozar, a grandes rasgos, la historia de acuerdos y desacuerdos en torno a este derecho en un país como México.
El derecho a la educación en los textos constitucionales: 1857-1934
La educación aparece por primera vez en la Constitución mexicana como parte de un conjunto de "derechos del hombre" que fundan la república, en el texto de 1857: "Art. 1°.- El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales", y entre esos derechos expresamente menciona el de la libertad de enseñanza: "Art. 3o.- La enseñanza es libre. La ley determinará qué profesiones necesitan título para su ejercicio y con qué requisitos se deben espedir" (sic) (en Tena, 1999:607).
Este texto puede verse como una expresión clásica del liberalismo reinante que, con "la libertad de enseñanza" y en ausencia de una declaración expresa que subrayara la obligación del Estado de impulsar la educación, abría las puertas a la iniciativa de los individuos como el motor fundamental para el impulso a la educación. Pero hay otras opiniones, como la de Fernando Solana quien dice "en las primeras ocasiones en que se pidió el establecimiento de la libertad de enseñanza el objetivo primordial estaba claro, se buscaba concretamente destruir el monopolio que las instituciones eclesiásticas habían ejercido durante varios siglos sobre la educación" (Solana, Cardiel y Bolaños, 1981:23). Bien puede ser, pero si ése era el propósito, el texto no dejaba de ser ambiguo y, como fue el caso, la libertad de enseñanza se ha utilizado como argumento desde la derecha y la misma Iglesia y, además, con base sólo en la iniciativa individual (y la supervisión del gobierno) es claro que no fue posible construir una educación accesible a todos y que rivalizara con el poder de la Iglesia.
En realidad, ya desde 1814 los independentistas liberales estaban persuadidos de que la educación no era sólo una cuestión individual sino un asunto de la sociedad toda ("la instrucción, como necesaria a todos los ciudadanos, debe ser favorecida por la sociedad, con todo su poder", decía el artículo 39 del Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana).4 Si no incluyeron esta noción más amplia en 1857 fue probablemente debido a la frágil situación de los liberales frente a los conservadores en ese momento. Si se ven los primeros artículos de la Constitución de 1857 es claro que buscaban construir una república de libertad sobre la base amplia de los derechos del hombre. Además de la enseñanza, se establece la libertad de profesión o trabajo y la de contratación; los derechos a la libre manifestación de las ideas, a escribir y publicar y, finalmente, de asociación y de reunión, garantías clave para la participación política y la construcción de ciudadanías ilustradas y organizadas. Pero, al no crearse estructuras sociales, legales y políticas que los garantizaran para todos, estos derechos permanecieron como meros referentes individuales. En consecuencia, el hecho de que no se hubiera podido establecer desde entonces una educación para todos, garantizada por la sociedad y el Estado, tuvo un alto costo.
Ignacio Altamirano decía pesaroso: "Triunfamos y fundamos repúblicas, pero la carencia de instrucción se haría sentir enseguida [...] las constituciones no podían arraigarse, la federación no era entendida [...] y el pueblo se dejaba arrebatar fácilmente derechos que no comprendía" (Altamirano, 1997). Y tenía razón, todavía a fines del siglo XIX menos de diez por ciento de la población podía leer y escribir y durante ese siglo el país navegó entre golpes de Estado, invasiones, monarquías y dictaduras. La educación no sólo era escasa, sino de cuestionable nivel. "En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba la gramática castellana –decía un estudiante indígena quien luego sería presidente de la república–. Leer, escribir y aprender de memoria el Catecismo del Padre Ripalda era lo que entonces formaba el ramo de instrucción primaria" recuerda de su escuela en la capital de Oaxaca, Benito Juárez (UNAM, 1981:4).5
Hacia finales de ese mismo siglo, el Primer Congreso Nacional de Instrucción Pública (1989-1890) refleja avances por lo menos conceptuales. Ya establecido el Estado laico, se reconocía la importancia de políticas públicas que facilitaran el acceso a la educación, entre ellas –como ya ocurría en Francia– la gratuidad (Ballín, 2007), pero además se consideraba pernicioso que aun ahí donde había escuelas públicas éstas formaran un abigarrado conjunto con múltiples enfoques, sujetas como estaban a diferentes regímenes gubernamentales algunas de ellas y otras a los particulares y sin una orientación que respondiera a las necesidades nacionales. Así, se quejaban, "difícilmente se pueden obtener datos respecto de la instrucción pública en el país, y mucho ménos [sic] imprimirle un impulso uniforme y vigoroso" (en Ballín, 2007).
Desde la Constitución de 1857 tuvo que pasar casi un siglo y una revolución de campesinos, rancheros e indígenas –en su mayoría analfabetas– para que finalmente en 1934 el artículo Tercero estableciera una radicalmente nueva versión del derecho a la educación. Es cierto que en 1917, apenas reprimido el movimiento armado, dicho artículo había sido modificado, pero sin romper definitivamente con el encuadre y ambigüedad liberal decimonónica que le daba al gobierno central el papel de mero inspector de las escuelas que creaban particulares y gobiernos locales. Así, era ciertamente un cambio importante que por primera vez se incorporara y reforzara la laicidad y se decretara la gratuidad de la enseñanza básica, pero no dejaba de reiterarse la tesis de la libertad de enseñanza.6 No se señalaba claramente la responsabilidad del Estado de garantizar el derecho a la educación para todos.
En cambio, la reforma de 1934 recoge algunos elementos de 1917 –como la gratuidad, el carácter laico y oficial de la educación– pero abiertamente destaca el papel protagónico del Estado en el terreno educativo, limita severamente la instrucción privada así como la presencia de intereses comerciales y religiosos, y hasta determina que la educación oficial será "socialista". Es una reforma que se da precisamente en el momento en que, desplazadas del poder del Estado la Iglesia y la aristocracia terrateniente, se establece un nuevo acuerdo social cuyos actores principales son las cúpulas de las grandes organizaciones de campesinos, obreros y sectores populares. El compromiso vuelve indispensable el fortalecimiento del papel del Estado en la educación porque, como lo había demostrado la experiencia del siglo anterior, si la educación (y la tierra y las relaciones laborales) se dejan a la dinámica de individuos y grupos –como plantea la corriente liberal– en una sociedad desigual ésta tenderá casi inevitablemente a concentrarse en los grupos e individuos más privilegiados.
De ahí que en 1934 expresamente se señala que el Estado es el responsable fundamental de crear las condiciones para ejercer el derecho a la educación: "Sólo el Estado –Federación, Estados, Municipios– impartirá educación primaria, secundaria y normal", y que le corresponde también determinar la orientación de la enseñanza: "La educación que imparta el Estado será socialista", queriendo decir con esto que "además de excluir toda doctrina religiosa, [la educación] combatirá el fanatismo y los prejuicios para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y exacto del Universo y de la vida social" (INSP, 2011). Para asegurar esto señala que "II.- La formación de planes, programas y métodos de enseñanza corresponderá en todo caso al Estado".
Esta definición del derecho a la educación marcó el desarrollo de la educación durante el siglo XX, a pesar de que en 1946 se elimina la palabra "socialista" y se sustituye por una que habla de "desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentar en él el amor a la Patria...". Sin embargo, se suprimió la palabra pero no toda la definición de lo que se consideraba socialista: una educación basada en la ciencia y en contra del fanatismo (fracción ii del artículo Tercero vigente).
Con la reforma de 1934 se dio un paso todavía más importante. Anticipando tendencias (que se manifestarían con gran fuerza al final del siglo xx) el texto no sólo reitera que la Iglesia no puede intervenir en la instrucción, sino que, a pesar de que permite una acotada educación privada, excluye de ella a los intereses empresariales: "Fracción I.- [...] las corporaciones religiosas, los ministros de los cultos, las sociedades por acciones que exclusiva o preferentemente realicen actividades educativas [...] no intervendrán en forma alguna en escuelas primarias, secundarias o normales, ni podrán apoyarlas económicamente" (INSP, 2011). Como veremos, este párrafo desaparece con la reforma de 1992.
La materialización del derecho a la educación en el contexto de las reformas de 1857 y 1934: presupuesto, estudiantes, maestros y escuelas
La reforma del texto constitucional de 1934 sería parte de un cambio aún más profundo en la materialización del derecho a la educación para millones de habitantes del país. Como resultado de la vigencia del liberalismo, el texto de 1857 apenas hizo mella en la lamentable situación de la educación y en las condiciones de acceso a ella. En las décadas posteriores a 1857 el gasto en educación sólo representaba 4.5% del presupuesto gubernamental (1868-1907) y únicamente aumentaría a 6.5% en los años siguientes (1908-1910). En su apogeo (1900), sólo había cerca de 700 mil estudiantes y menos de diez mil escuelas en un país de más de diez millones de habitantes (Solana, Cardiel y Bolaños, 1981:595).
La revolución que llevaron a cabo masas de analfabetas cambió el panorama. En 1921 se crea la Secretaría de Educación Pública (SEP) que significa que el Estado retoma la orientación y conducción nacional de la educación, y comienza un aumento sustancial de los recursos para este sector, pues llegan a alcanzar hasta el 15% del gasto gubernamental. Comienza, sin embargo, una radical ampliación del sistema escolar (Solana, Cardiel y Bolaños, 1981:592). De 1930 a 1940 se duplica el número de maestros y de escuelas y aumenta sustancialmente el de estudiantes y el monto de los recursos, y en los años posteriores, sobre todo con el impulso del Plan de Once Años, el sistema crece exponencialmente y, con los libros de texto gratuitos, aumenta su efectividad. De 1955 a 1979 el número de estudiantes pasa de 4.3 a 20.2 millones y el de maestros se multiplica 5.8 veces. El desarrollo global, de 1925 a 1979 aparece en el cuadro 1.
Estos datos muestran el grado en que se concretó el derecho a la educación (en contraste con el escaso desarrollo del siglo anterior), como resultado de un pacto social cuyos efectos se prolongan –aunque ya en condiciones de creciente deterioro– hasta el final del siglo XX. Uno de los dinamismos más importantes de este periodo lo representó la creación de un magisterio nacido de un conjunto de normales que educaron a los hijos e hijas de las comunidades rurales y de los barrios populares urbanos. Éstos retomaron el acuerdo de ampliación y profundización de la educación y le dieron una orientación popular muy clara. No sólo llevaron la escuela a comunidades remotas sino que, con sus salarios no pagados, subvencionaron gran parte del crecimiento del sistema escolar durante los años de máxima expansión.7
Así, respaldada por una reforma constitucional que claramente hace responsable al Estado, impulsada por un magisterio comprometido, la educación de esos años se convierte en un patrimonio social y promesa de futuro para millones de niños y jóvenes, y el país crece como nunca antes en su historia. Pero también comienza el anquilosamiento del proyecto de país y de su educación propiciado por la crisis económica, el corporativismo del Estado, la burocratización y el profundo autoritarismo que castraron el propósito social del desarrollo y generaron la crisis de 1968. Ésta propició en los años siguientes un aumento sustancial en la matrícula y algunas reformas, como la sindicalización de los trabajadores universitarios.8
De esta manera, y en términos generales, el hecho de que la Revolución de 1910 se tradujera en un nuevo acuerdo nacional que incluyó por primera vez a la representación de grandes conjuntos sociales –campesinos, trabajadores, magisterio y empleados privados y gubernamentales– propició una redefinición de los términos y los alcances del derecho a la educación en México. La educación dejó de ser en la Constitución y en la práctica una garantía de libertad individual, y se convirtió en un derecho social capaz de contribuir decisivamente a la construcción de un país.
Un cambio radical en el contexto, en la Constitución y en el derecho a la educación (1992...)
A raíz de la crisis de la deuda (1983 en adelante) y debido en parte a la estructura corporativa del Estado mexicano que no permitió la consolidación de una democracia real, la conducción y orientación de la educación mexicana sufrió una profunda transformación. Durante décadas las decisiones relacionadas con la orientación de la educación estuvieron en manos de la clase política encargada de conducir el país, pero ésta tuvo buen cuidado en mantener los acuerdos políticos centrales con las organizaciones corporativas. De tal manera que cuando en 1946 el presidente Ávila Camacho decidió suprimir el adjetivo de "socialista" del artículo Tercero aprobado en 1934, fue una decisión que se sintió obligado a compartir con las dirigencias de los sectores populares. Éstos aceptaron la voluntad presidencial pero a cambio solicitaron y lograron algo importante: que se incluyera la gratuidad universal. Y así, en la modificación al Tercero Constitucional de 1946 la frase "la educación que imparte el Estado será socialista", se cambió por otra que dice que "toda la educación que el Estado imparta será gratuita" (INSP, 2011, énfasis nuestro), y así se mantiene hasta el día de hoy.
A partir de mediados de la década de los ochenta, sin embargo, los interlocutores claramente son otros y con un peso mayor, pues sus puntos de vista se convierten en la agenda gubernamental. En 1983 el gobierno de De la Madrid acepta la política económica recomendada por organismos como el Fondo Monetario Internacional y lleva a cabo un reajuste en el gasto gubernamental que provoca una reducción significativa de la matrícula de educación básica y reduce el crecimiento de otras modalidades. Además, en 1988 las confederaciones Patronal de México (Coparmex) y Nacional de Cámaras de Comercio (Concanaco) elaboran una detallada agenda de los cambios que deben llevarse a cabo y la presentan a la presidencia de la república. Entre sus demandas está la descentralización y apertura de la educación a los particulares, participación empresarial en la revisión de planes de estudio e investigación, inclusión de la moral religiosa en las escuelas públicas y otras semejantes. Como respuesta, en 1990 se firma un convenio sep-sector productivo que abre paso a la revisión conjunta de programas de estudio y a la participación privada en la dirección de un nuevo tipo de instituciones públicas (universidades tecnológicas); en 1992 se acuerda la descentralización de la educación; en 1993 se modifica el artículo Tercero (y el 130) de la Constitución, y se aprueba la Ley General de Educación que norma la descentralización, la evaluación y la creación de escuelas privadas.
Por otro lado, en 1992 se firma el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que establece y regula favorablemente la participación de inversionistas y empresas en la educación. Con esto se pone en entredicho la educación como responsabilidad pública (de Estado) y patrimonio social abierto a todos, y se fortalece la teoría y práctica de la educación como algo privado. Artículos como el 1201 de ese acuerdo acotan la responsabilidad del Estado pues aunque señalan que éste podrá invertir en educación pública deberán hacerlo bajo la condición de no inhibir el libre comercio de los servicios privados. Finalmente, en 1994 México tramita su ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), con lo que se obligó a llevar a cabo las recomendaciones que emite ese organismo en el terreno de la educación (como los cambios que deben hacerse en las escuelas de nivel básico, los estímulos y la evaluación universal a los maestros) y a colaborar con las evaluaciones que dicho organismo internacional aplica en las escuelas públicas de nivel básico y medio superior en México (Programme for International Student Assessment, PISA).
Se establece así un pacto de amplias dimensiones con actores muy diferentes a los de las décadas veinte y treinta y en esos años –ochenta y noventa– termina la larga etapa de 60 años de ampliación acelerada del derecho a la educación entendido como el derecho a participar en la dinámica escolar pública, libre de visiones empresariales y religiosas.
Es en el contexto de esta dinámica que se puede entender mejor el significado de los cambios que sufre el artículo Tercero Constitucional en 1992 y 1993. En esa reforma desaparecen las limitaciones que existían a la acción de particulares, Iglesia y empresas en la educación; se vuelve ambigua la responsabilidad del Estado y se acotan las facultades gubernamentales para ejercer sus responsabilidades de cuidado de la educación en los planteles particulares. Es cierto que al mismo tiempo, en estos años, se establece el derecho a la educación para todos y la obligatoriedad de la secundaria (y luego de la modalidad preescolar y posteriormente de la educación media superior), pero son adiciones que carecen del inequívoco compromiso del Estado que garantice la práctica generalizada –educación para todos– de ese derecho.9 Más allá del debate sobre el alcance del texto constitucional en tanto obligación del Estado, el hecho es que esta reforma aparece en un momento cuando definitivamente no existe ya la voluntad de mantener la tendencia al aumento sustancial de la matrícula en todas las modalidades (especialmente en los niveles superiores) y el crecimiento estable y suficiente del financiamiento. A semejanza del planteamiento liberal del siglo XIX, ahora también el Estado se pronuncia a favor del derecho pero sin asumirse ni en la letra ni en las políticas educativas como el responsable de que existan las condiciones para que todos lo ejerzan.
Como señalamos en párrafos anteriores, la reforma de 1993, además de suprimir la frase que todavía en 1946 señalaba que "el criterio que orientará a dicha educación se mantendrá por completo ajeno a cualquier doctrina religiosa", elimina una disposición que señalaba que "los particulares podrán impartir educación en todos sus tipos y grados", y que añadía que el Estado podía revocar esa autorización sin limitación alguna.10
En lugar del texto suprimido, en 1993 se establece que ante el cierre ordenado por el gobierno, el particular podrá interponer –y ganar– recursos ante los tribunales: "Los particulares podrán impartir educación en todos sus tipos y modalidades. En los términos que establezca la ley, el Estado otorgará y retirará el reconocimiento de validez oficial a los estudios que se realicen en planteles particulares". La ley a que se refiere (la General de Educación, 1993) contiene disposiciones tan vagas que es sumamente difícil demostrar su incumplimiento.
Finalmente, la modificación más importante y que más directamente limita el derecho a la educación consiste en que el texto vigente hasta antes de 1993 no hacía diferenciación alguna entre modalidades o niveles educativos. Hablaba de "Art. 3°.- La educación que imparta el Estado [...]" (Reforma de 1946, en INSP, 2011), sin especificar o excluir algún tipo de escuela en particular. Sin embargo la reforma de 1993 hace que la responsabilidad de impartir educación quede reducida a la básica: "Art. 3°.- [...] El Estado –federación, estados y municipios– impartirá educación preescolar, primaria y secundaria". Nada más. Al mismo tiempo, la reforma constitucional dice que, a diferencia del Estado, "los particulares podrán impartir educación en todos sus tipos y modalidades" (INSP, 2011, énfasis nuestro).
En el mismo texto de 1993 se confirman las implicaciones de este cambio, pues se añade una fracción que establece que en las modalidades fuera de preescolar, primaria y secundaria al Estado no le corresponde "impartir", sino sólo "promover" y "atender". Dice: "Además de impartir la educación preescolar, primaria y secundaria [...] el Estado promoverá y atenderá todos los tipos y modalidades educativos –incluyendo la superior– necesarios para el desarrollo de la nación [...]" (INSP, 2011).11
El uso de "impartir", por un lado, y el de "promover" y "atender", por otro, ciertamente hace difícil exigir el derecho a la educación en esas modalidades. Y, coincidentemente, en ellos el Estado se ausenta y la educación privada llena el espacio. Si en 1991 existían 706 planteles privados de educación superior, apenas diez años después, en 2002, ya eran dos mil 153 (Fox, 2002:43). Paradójicamente, hasta un documento generado por la directiva de la asociación nacional de rectores asume este cambio y lo considera debido: "la expansión de la matrícula de educación superior [...] deberá recaer tanto en el subsistema público como en el particular" (ANUIES, 2000:197). Al mismo tiempo, ofrece limitar el crecimiento de las instituciones públicas: "todas las IES [instituciones de educación superior] especialmente las públicas deberán establecer límites a la matrícula escolarizada [...]" (ANUIES, 2000:198, énfasis nuestro).
En este clima de disminución de la importancia de la educación pública, el derecho a la educación queda en entredicho por varias razones. Una parte importante de los lugares que ahora se crean son inaccesibles, pues para la mayoría de los demandantes las relativamente altas colegiaturas privadas son un obstáculo. Como muestran los datos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), hasta 73% de los aspirantes de licenciatura proviene de familias cuyos padres tienen ocupaciones de bajos o muy bajos ingresos (campesino, obrero, sirviente, jubilado, desempleado, trabajador de oficio, empleado) (UNAM, 2005:51, 52). La educación privada, además, tiene grandes dificultades para ofrecer un buen nivel y esto se agrava al eliminarse gran parte del poder del Estado para controlar y cerrar escuelas particulares. La proliferación de instituciones privadas de baja calidad así lo demuestra.12 De esta manera, la renuencia del Estado a financiar el crecimiento de la educación pública y las limitaciones de la privada para ofrecer un lugar y una buena instrucción a la mayoría se combinan para generar un claro deterioro en la posibilidad de ejercer el derecho a la educación.13
Cambios constitucionales y acuerdos empresariales: la conexión
La lógica de fondo de muchas de estas reformas restrictivas del derecho a la educación viene, además de los intereses de la Iglesia y empresarios, del TLCAN. Porque desde la perspectiva del libre comercio es inaceptable un mercado de servicios educativos donde el Estado en cualquier momento y sin apelación puede nacionalizar o clausurar escuelas. Esta queja ya la expresaban en México algunas asociaciones empresariales: "existe en general desconfianza de invertir en la educación particular por temor a una expropiación por parte del gobierno, como consecuencia de una eventual radicalización en la interpretación de las leyes" (Instituto de Proposiciones Estratégicas [IPE], 1988:148).
Por otro lado, también era inaceptable el hecho de que prácticamente toda la educación era responsabilidad directa del Estado, lo que dejaba poco espacio a la inversión particular. De ahí que la introducción del derecho a la educación –pero sin especificar claramente que el Estado es el encargado de materializarlo– junto con el señalamiento de que éste limitará su acción a la educación obligatoria y sólo "promoverá" y "atenderá" las otras modalidades es una fórmula constitucional que preserva una imagen gubernamental progresista al mismo tiempo que se abre la puerta a los inversionistas.
La limitación de la responsabilidad del Estado está, además, claramente prevista en el Tratado. Aunque cada una de las partes (países) firmantes en teoría no pierde su facultad de "prestar servicios o llevar a cabo funciones tales como [...] la educación pública", en la práctica el país firmante se obliga a limitar su acción cuando añade que debe hacer esto "de manera que no sea incompatible con este capítulo" (arts. 1201 y 1101). Y el capítulo habla de la libertad que debe darse a las inversiones en educación y al comercio transfronterizo de servicios (incluyendo los educativos).
La otra lógica detrás de las reformas de 1992-1993 es la de las directivas de los organismos empresariales nacionales. Desde los años ochenta, éstas no sólo demandaban una participación directa en la educación sino que la consideraban como un derecho propio que debía subvencionar el Estado: "la educación impartida por particulares no es una concesión del gobierno, sino un derecho, ya que el papel que al gobierno le toca cumplir en la tarea educativa es el de sufragar subsidiariamente el costo de la educación [...]" (IPE, 1988:147). Por eso pedían "facilidades a los particulares para abrir y operar planteles de enseñanza en todo el país" (IPE, 1988:141). También abogaban a favor de la participación de las asociaciones religiosas, ya que consideraban necesaria "la restauración del orden moral [y para eso...] aprovechar la autenticidad y raigambre que implica[n...] los principios religiosos que la Iglesia y otras confesiones inculcan en sus fieles" (IPE, 1988:146). Los cambios en los artículos Tercero y 130 Constitucionales en 1992 y 1993 son compatibles con estas demandas.
Así, si en 1934 expresamente se prohibía la injerencia de los empresarios en la educación, al comienzo de los años noventa su perspectiva y sus propuestas se convierten en la agenda fundamental para las reformas a la educación y la constitución.
Las batallas por el derecho a la educación en el contexto neoliberal (1983-2010)
Un cambio tan radical de protagonistas y de orientación en la educación trajo resistencias sociales inmediatas. Desde el comienzo de los años ochenta aparecieron manifestaciones de protesta y resistencia que si bien no reivindicaban expresamente en ese momento el derecho a la educación (sino la defensa del salario y de los presupuestos universitarios), en los hechos defendían el acuerdo social que hasta entonces había sustentado las posibilidades de ejercer ese derecho.
Además de otras, en 1983 estalla una prolongada huelga en más de veinte sindicatos universitarios de profesores y administrativos, incluyendo al de las universidades Nacional Autónoma de México, Autónoma Metropolitana (UAM) y de instituciones de los estados, junto con movilizaciones del magisterio democrático (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, CNTE). Estas movilizaciones lograron llamar la atención nacional sobre lo que estaba ocurriendo en la educación y sirvieron además para denunciar el creciente deterioro de los salarios y condiciones de vida de la población, pero no consiguieron mover la sólida estructura de control corporativo que el Estado mantenía respecto de las centrales obreras, campesinas y populares, y éstas apenas se movieron. Así, a pesar de las localizadas resistencias que se dieron durante los años siguientes, no se generalizó esta lucha y el gobierno pudo continuar disminuyendo salarios y presupuestos.
Los efectos del recorte comenzaron a hacerse notorios en las escuelas y, por tanto, en el derecho a la educación. El sostenido incremento que década tras década había tenido la matrícula de educación primaria (hasta 60% en los años setenta) se detuvo y comenzó a disminuir. En 1983-1984 había 15.4 millones en la escuela, pero en 1991-1992 ya eran sólo 14.4 (SEP, 1996:21). La educación superior, que había crecido en 201% también en la década anterior, aumentó sólo 35% en los ochenta (Salinas de Gortari, 1994:363), y en instituciones como la UNAM la reducción del financiamiento (hasta de un 37%) contribuyó a que la matrícula cayera en 17.7% de 1983 a 1992 (Aboites, 2009:650).
Estas reducciones afectaron a millones de niños y jóvenes. Todavía en los años noventa, aunque hubo un aumento de recursos y en la Constitución se había añadido el derecho a la educación, persistía la tónica restrictiva. Para 1996, los fondos para la UNAM ya habían aumentado en 59% (y en términos reales rebasaban holgadamente los montos previos a la crisis de los ochenta), pero a pesar de eso debieron pasar casi treinta años (hasta 2006) para que se recuperan los niveles de matrícula de 1979 (Aboites, 2009: 645, 648 y 653). Lo anterior muestra que no sólo los recortes de los años ochenta, sino también el discurso de la calidad y la evaluación selectiva de estudiantes de los noventa tuvieron un peso suficiente para legitimar y convertir en algo crónico la restricción en el acceso a los niveles superiores.
Además, comenzaron a darse incrementos en las colegiaturas en las instituciones públicas, algo que dificultó el acceso y la permanencia de los estudiantes. Pero no sin que hubiera protestas; en 1986-1987, una exitosa huelga estudiantil en la UNAM canceló los incrementos a servicios y las restricciones al ingreso a la licenciatura para los egresados del bachillerato de la institución. Esta victoria reforzó el apoyo a la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas quien en 1987 ya se perfilaba como defensor de la educación pública y gratuita y esperanza de un cambio en el país. No llegó a la presidencia, pero la resistencia de esos años contribuyó a profundizar el clima de inconformidad y sirvió de antecedente a luchas posteriores.
Al mediados de la década de los noventa, al calor de la rebelión zapatista (1994), las protestas y los movimientos se agudizaron (1995) y comenzaron a concentrarse más directamente en el tema del derecho a estudiar porque más y más jóvenes eran rechazados de las instituciones públicas. En 1992, por ejemplo, la demanda en la UNAM era de poco más de 38 mil, pero ya en 1999 era de 104 mil y en el 2011, de 197 mil. Pero apenas se modificó el número de admitidos: en 1999 fueron 13 mil y en 2011, 17 mil. A nivel nacional, durante los años noventa, la matrícula superior creció en 56.7%, pero en la primera década del siglo XXI el crecimiento fue de sólo 39% (la pública en 30.5 y la privada, 35.5%) (SEP, 2011:24).
Los movimientos y las protestas estudiantiles contribuyen a poner en la agenda de la discusión nacional la problemática de los jóvenes sin escuela, tema que a partir de 2000 fue retomado por las autoridades de la UNAM y por el jefe de gobierno del Distrito Federal, en 2006 por el gobierno federal (cuando la SEP finalmente abre una mesa de diálogo con los movimientos de rechazados) y finalmente, en 2010-2011, por los diputados y senadores, que aprueban la obligatoriedad de la educación media superior.
Al mismo tiempo, los movimientos estudiantiles desde 1996 comenzaron a plantear que no era lo mismo ser asignado a una escuela técnica de estudios terminales que a un bachillerato de la UNAM o del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y, también, que era mucho mejor ingresar a esta institución para estudiar una profesión que estar en una universidad tecnológica o estatal. Esta era una respuesta a la creciente diferenciación entre instituciones que provocaron las políticas impulsadas por los organismos internacionales y las de financiamiento. La consecuencia fue que un grupo reducido de instituciones podían ofrecer a los estudiantes niveles buenos y hasta excelentes de formación, mientras que en otras muchas prácticamente estaba asegurada una educación deficiente. Esta diferenciación resultó ser aún más problemática porque afectó sobre todo a los grupos tradicionalmente colocados en segundo lugar: los indígenas, los pobres, las mujeres, los habitantes del campo y de la periferia de las ciudades que tienden a ser encauzados a este segundo tipo de planteles. Así, instituciones como la UAM o la UNAM en 2010 reciben recursos cercanos a los 100 mil pesos anuales por estudiante, mientras las universidades Benito Juárez de Oaxaca o Autónoma de Guerrero reciben no más de 20% de esa cifra. Son universidades estatales que atienden a una mayoría de jóvenes de origen popular, muchos de comunidades rurales y no pocos indígenas.
Por otro lado, la llegada de nuevos modelos institucionales y pedagógicos vino a empobrecer aún más el ejercicio del derecho a la educación, al tender a reducirlo a una mera capacitación intensiva para el trabajo. Las universidades tecnológicas –con carreras técnicas y en cuya dirección participan directamente empresarios– son un modelo de educación que en las prioridades del Estado ha sustituido a las grandes universidades estatales, públicas y autónomas de docencia, investigación y difusión de la cultura. Mientras que las instituciones que fueron centrales en el desarrollo y consolidación nacional durante el siglo XX (UNAM, UAM e IPN) no se amplían, de 1992 a 2010 se han creado cerca de cien universidades tecnológicas y politécnicas. Esto provocó que en las discusiones con la SEP, los movimientos de rechazados –desde 2006– plantearan como una demanda central la recuperación y ampliación del modelo de universidad pública y autónoma de docencia, investigación y difusión.
El impulso gubernamental al modelo de enseñanza por "competencias" –a mediados de los años dos mil– vino a conspirar también en contra del ejercicio pleno del derecho a la educación debido a que tiene un planteamiento que empobrece la formación del estudiante. Esta iniciativa (que se generalizó como orientación fundamental y oficial desde preescolar hasta las instituciones del Sistema Nacional de Bachillerato) plantea que la formación del niño o joven en la educación media superior y del profesionista consiste, fundamentalmente, en habilitarlo con un grado de destreza satisfactorio en un conjunto de habilidades e informaciones muy específicas, una especie de "píldoras" desconectadas unas de otras que lo habilitan para desempeñarse en la vida y el trabajo (70-80 competencias para cada profesión se señala en el caso del Proyecto Tuning) (Beneitone, 2007). En Medicina, por ejemplo, se trata de habilidades como la de hacer una historia clínica o una venoclisis.14 Esto no necesariamente significa que desaparecen los cursos regulares, pero sí que se reconvierten para enfatizar el dominio de las decenas de competencias designadas para cada profesión. Como se refieren a informaciones y destrezas muy concretas, se elimina de la formación el conocimiento de las corrientes científicas e históricas que fundamentan cada profesión, se despoja del contexto a las prácticas y avances técnicos y la preparación en general se enfoca a crear egresados que sean operadores eficientes. Además, la enseñanza por competencias permite que los empleadores puedan revisar (y sustituir o suprimir) aquellas competencias que ya no se consideran necesarias.
La educación superior se convierte así más en una capacitación directa y rígida para el trabajo, y el lugar de los grandes maestros y de las visiones integrales como sustento de las profesiones, lo ocupan los instructores eficientes y el entrenamiento especializado en cada habilidad concreta. El derecho a la educación se reduce.
Pierde sentido una formación propiamente universitaria, donde desde el primer día el grupo de estudiantes se enfrenta a los principios y procedimientos científicos mediante la realización de una investigación en equipo, cercanamente asesorada por profesores-investigadores y mediante la discusión intensa y el análisis crítico y sistemático de diversos textos teóricos que refieren a la problemática amplia de su profesión y del país. Con las competencias se favorece el desplazamiento de una formación profesional que incluye destrezas indispensables, elementos científicos, humanistas y técnicos así como filosofía y arte y que, además, hace un énfasis importante en la participación y conducción democrática del proceso educativo como preparación para la ciudadanía.
La Constitución especifica que la educación debe ajustarse a ciertos criterios y éstos comienzan a plantearse ya en movimientos de rechazados para cuestionar que se les quiera canalizar a la educación tecnológica y para criticar el enfoque de competencias:
[...] el criterio que orientará a esa educación, se basará en los resultados del progreso científico [...] será democrático [...] atenderá a la comprensión de nuestros problemas [...], el aseguramiento de nuestra independencia económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura (fracción II, a., art. 3o.)
En la Ley General de Educación existen definiciones semejantes. Según el artículo segundo la educación debe tener un carácter amplio al señalar que debe ser el "medio fundamental para adquirir, transmitir y acrecentar la cultura [...ya que] contribuye al desarrollo del individuo y a la transformación de la sociedad, y es factor determinante [...] para formar al hombre de manera que tenga sentido de solidaridad social". El séptimo añade aún más elementos cuando dice que el proceso educativo debe:
[...] favorecer [...] la capacidad de observación, análisis y reflexión críticos; infundir el conocimiento y la práctica de la democracia como la forma de gobierno y convivencia que permite a todos participar en la toma de decisiones al mejoramiento de la sociedad; impulsar la creación artística y propiciar la adquisición [...] de los bienes y valores de la cultura universal, en especial de aquellos que constituyen el patrimonio cultural de la Nación; desarrollar actitudes solidarias en los individuos [...]; hacer conciencia de la necesidad de un aprovechamiento racional de los recursos naturales y de la protección del ambiente.
Evaluación, CNDH y derecho a la educación
Finalmente, una de las iniciativas que más claramente refleja el clima hostil de la visión empresarial-neoliberal al derecho a la educación ha sido el énfasis en el uso de la evaluación. Aunque originalmente (1990) se planteó como instrumento para mejorar la deteriorada educación mexicana, de inmediato mostró que puede exacerbar las tendencias discriminatorias en el acceso a los niveles medio superior y superior.
Con la creación del Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior (Ceneval), en 1994, y con la adopción, en la práctica, de las teorías, técnicas y los exámenes mismos que habían sido desarrollados en el mencionado centro de evaluación (ETS) de Estados Unidos, en México comenzaron a aparecer los primeros indicadores del potencial discriminatorio de estos exámenes. Las mujeres, los indígenas y los de clases populares sistemáticamente comenzaron a aparecer como menos "talentosos". El mismo Ceneval reconoció que "se observa en términos generales que a mayor ingresos familiares se obtiene un mayor porcentaje de aciertos..." (Ceneval, 1997:29) y sus informes mostraban además que los jóvenes procedentes de delegaciones de la periferia semi rural de la Ciudad de México, como Tláhuac, Cuajimalpa, Magdalena Contreras y Milpa Alta, tendían a un menor puntaje que quienes habitaban en otras delegaciones más afluentes (Ceneval, 1997). Y se aceptaba que "como en anteriores aplicaciones, el examen metropolitano para el ingreso a la educación media superior... muestra que los sustentantes del sexo masculino tienen un mejor desempeño que los del sexo femenino" (Zubirán, 2004:4). Tendencias que, como se demostró luego, se repiten año tras año prácticamente sin excepción, a nivel nacional y de cada institución (ver informes de Ceneval y Aboites, 2012: capítulo 9).
De tal manera que, además de los mecanismos que al interior de las escuelas generan desigualdad e inequidad a todo lo largo de la trayectoria escolar para las mujeres, los niños y jóvenes del campo, indígenas y jóvenes de la ciudad con escasos recursos económicos, los exámenes añadían un grado importante y adicional de dificultad para el acceso a la escuela.
El impacto negativo de esta evaluación se agravó sustancialmente cuando este examen comenzó a ser usado (1996) en un mecanismo diseñado para controlar y canalizar el acceso a la educación media superior de 300 mil jóvenes de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (el "examen único") que buscan un lugar, sobre todo en la UNAM y el IPN. Allí el examen no sólo sirve para justificar el rechazo de cientos de miles de sus opciones preferentes sino que permite canalizarlos a opciones técnicas que pocos demandan. De tal manera que muchos que no alcanzaron un lugar en un plantel de bachillerato de la UNAM finalmente son asignados a una escuela técnica o un bachillerato de discutible nivel académico y, en consecuencia, un porcentaje opta por desertar. El hecho de que, además, a quienes obtengan una baja calificación en el examen de una agencia privada y comercial se les impida continuar sus estudios en una institución pública mostraba al extremo la indiferencia por el derecho a la educación que, con base en el examen, se negaba a quienes incluso tenían el certificado oficial de secundaria.
El uso de estos exámenes –particularmente en el caso de la Ciudad de México– afectó a decenas de miles de jóvenes y provocaron intensas movilizaciones directamente enfocadas a reivindicar el derecho a la educación. Por eso padres de familia, rechazados y académicos acudieron a la CNDH. A sus quejas, la Comisión respondió, diciendo en un párrafo que:
[...]del hecho de que la educación media superior no está considerada constitucionalmente como de impartición obligatoria por parte del Estado, no debe derivarse que el individuo carezca del derecho a educarse en dicho nivel, pues como ya indicamos, el derecho a la educación es un postulado supremo de orden constitucional que de suyo no admite excepciones (CNDH, 1997:3).
Sin embargo, en un párrafo siguiente, la CNDH retomaba la tesis elaborada por Madrazo y Beller (1995:24) y añadía:
[...] ha de indicarse que para el caso de la educación media superior, problemática que aquí nos ocupa, resulta de especial trascendencia el distinguir entre el derecho a la educación y el derecho de acceso a esos niveles educativos [...]. En consecuencia [continuaba la CNDH] no debe confundirse el derecho a la educación con el derecho a ingresar a las instituciones de nivel medio superior y superior (CNDH, 1997:4).
Y dando un paso más hacia la restricción del acceso a estos niveles, la Comisión señalaba que "dicho derecho [a la educación] implica solamente la realización y calificación no discriminatoria del concurso de selección correspondiente" (CNDH, 1997:5); es decir, la realización de un examen de ingreso. De tal modo, en estos niveles el derecho a la educación consiste básicamente en el derecho a presentar un examen. Algo que, por cierto, ni las declaraciones internacionales señalan, ni alguna legislación mexicana.15 Por lo tanto –concluía la Comisión– no se configura violación alguna al derecho a la educación. Y cuando los quejosos cuestionaron tal respuesta documentando en detalle cómo en estos exámenes no se cumplía con el supuesto de competencia en igualdad de oportunidades, sino que las mujeres y otros grupos sociales eran sistemáticamente subcalificados, la Comisión tampoco ofreció una respuesta positiva y simplemente les llamó a confiar en "la transparencia y honestidad del Ceneval y de sus exámenes" (CNDH, 1997:7).
De esta manera, en un momento de retroceso en la concepción y ejercicio del derecho a la educación en México, es precisamente la defensoría nacional de los derechos humanos la que asume la tesis de que una cosa es el derecho a la educación y otra distinta el derecho a estar en una escuela. La profunda disociación que esto supone refleja bien la ambigüedad de la lógica neoliberal, que insiste en reivindicar discursivamente el derecho a la educación, pero al mismo tiempo lo concibe como algo que puede estar separado de la responsabilidad del Estado y de su concreción obvia que significa el acceso y permanencia en una escuela.
Un escenario de resistencia y propuestas en torno al derecho a la educación
La interacción entre iniciativas neoliberales en la educación y los movimientos de resistencia generaron respuestas contradictorias como la referida, pero también –entre los inconformes– intensos procesos de análisis y discusión y de allí, casi inevitablemente, propuestas y agendas alternativas. Algunas de las generadas en los años noventa fueron recuperadas como demandas de los posteriores movimientos de excluidos. Otras, gracias al contexto y preocupación que generaron las luchas de resistencia –principalmente la de los zapatistas a partir de 1994 y la de estudiantes de la UNAM en 1999-2000–, se materializaron en alternativas concretas.
Una de esas alternativas fue la creación en Chiapas del sistema autónomo de educación (1998) organizado por las Juntas del Buen Gobierno. Este sistema recuperó no sólo la tesis de la educación para todos y para las comunidades, sino las culturas milenarias y su lucha frente a la globalización depredadora. La creación de la Universidad de la Tierra, por otra parte, llevó a la práctica la propuesta de que es posible generar un conocimiento superior con esas bases y formar a los jóvenes que envían las comunidades a estudiar carreras como Derecho agrario, Arquitectura vernácula, Hidráulica, y donde participan en seminarios que les permiten discutir la realidad política del país, los indígenas, y su futuro en el marco de la globalización.
Con lo anterior se demostró que el derecho a la educación también puede ser reinterpretado y ampliado en sus contenidos y objetivos por los pueblos originarios como un instrumento de fortalecimiento cultural, al igual que como una inspiradora contribución a la educación nacional. Este ejemplo ha dado lugar a otras iniciativas de educación superior como la Universidad Intercultural de los Pueblos del Sur en Guerrero (Unisur).
Por otra parte, el clima de movilización estudiantil de los años noventa que surgió contra los exámenes del Ceneval y especialmente la huelga en la UNAM junto con los pronunciamientos de autoridades universitarias, académicos y sectores sociales amplios criticando la política de restricción al acceso a la educación, lograron que un sector de la clase política (lopezobradorista) comprendiera la validez y urgencia de dar una respuesta al creciente número de rechazados. Las demandas mismas de la huelga estudiantil y los movimientos urbanos sirvieron como punto de referencia implícito para el plan de crear dieciséis planteles de educación media superior y cinco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Todos son gratuitos, no utilizan un examen de selección y en el caso de esta última tienen estructuras de participación democrática, y una organización académica horizontal, adaptada a las necesidades y circunstancias de los jóvenes. Este modelo ha sido atacado desde fuera, y paradójicamente desde su propia rectoría, pero es una demostración tangible de que el derecho pleno a la educación en todas sus modalidades también les corresponde a los cientos de miles de jóvenes, hombres y mujeres, de origen popular. Y se da así un paso en contra de la tesis clasista de que la universidad es para unos y, para los de menores ingresos, los estudios técnicos, como plantea la OCDE.16
En la primera década del nuevo siglo han continuado los movimientos de rechazados que demandan un lugar en la educación pública y que simbólicamente representan a la enorme cantidad de jóvenes que siguen siendo excluidos de la educación pública superior. Estos movimientos han logrado que miles que son dejados fuera puedan acceder a la educación superior pública, pero también han servido como un foro para profundizar y difundir otras demandas relacionadas, como la de un mayor presupuesto para educación, la creación de más instituciones del modelo UNAM, UAM, IPN o UACM, la eliminación de los exámenes de ingreso del Ceneval y similares, y el establecimiento de mecanismos más fluidos de paso entre el bachillerato y el nivel superior.17
La entrada en vigor (2012) de la obligatoriedad de la educación media superior no deja de ser un logro de este clima de resistencia, movilización y de pronunciamientos insistentes por parte de autoridades universitarias, analistas, medios de comunicación y partidos políticos. Esta última reforma constitucional, aunque adolece de las mismas limitaciones que las de 1992 y 1993 que convierten constitucional el derecho a la educación –porque aparece en un contexto de resistencia– viene a reforzar las demandas básicas del derecho a la educación: gratuidad, eliminación de los exámenes de selección, orientación científica de la educación y otras similares.
Lo más importante, sin embargo, es que estas iniciativas recientes de transformación, a pesar de sus limitaciones y ambigüedades son señales de algo más importante. En medio de un profundo proceso de pérdida del país como generador y difusor de conocimiento transformador (y ya no sólo pérdida de su economía, política, y seguridad) cada día resulta más absurdo cualquier planteamiento restrictivo en la educación. Prácticamente ya nadie cuestiona que cualquier intento de reconstrucción nacional debe incluir un relanzamiento de la educación –como ocurrió hace un siglo, después de la Revolución– que no sólo reciba en escuelas y universidades a un número creciente de niños y jóvenes sino que les ofrezca una educación que también abra las puertas y ventanas a su creatividad e inteligencia y a su participación democrática. De ahí la importancia de las propuestas y las protestas actuales como parte de los materiales clave para la construcción desde abajo de una nueva educación y para una concepción más amplia del derecho a la educación.
Referencias
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1 Aunque hay que tener en cuenta que, fruto de su contexto y de su tiempo, esta declaración distingue entre la educación profesional y la superior, como es el caso en Estados Unidos pero no en México. Acá la educación superior es la profesional y esto significa que debe ser generalizada y que habría que ver si le corresponde el criterio de "según los méritos respectivos".
2 Este se ha convertido en un planteamiento ampliamente aceptado desde perspectivas teóricas distintas como, por ejemplo, en el caso de la Historia General de México de El Colegio de México: "Así pues, en 1920 la gran tarea de los revolucionarios victoriosos era la institucionalización de su sistema de dominación política y la reestructuración del económico. Para ello era necesario incorporar políticamente a los grupos más importantes de las clases populares, pero manteniendo sobre ellos un control indiscutible a fin de no perder la iniciativa política. Esta incorporación subordinada de campesinos y obreros se habría de lograr combinando la derrota militar de los principales caudillos populares –Villa y Zapata– con ciertas concesiones a sus banderas y la cooptación sistemática de sus representantes [...] sobre todo en el caso de los campesinos [...] con la demanda más radical [...]: la reforma agraria (Meyer, Lorenzo, 2000: 825).
3 "¿Por qué los interesados en las economías de los países en desarrollo deben prestar atención al problema de la selección educativa? [Porque] en el competitivo contexto internacional no escoger a la elite [...] puede tener un serio efecto en los resultados económicos" (Heyneman y Fagerlind, 1988).
4 Otro antecedente aparece en 1822, recién consumada la Independencia. Inspirado en la constitución de las Cortes de Cádiz (que ordenaba hubiese educación en todos los pueblos, creación de universidades e inspección oficial de la enseñanza), el Reglamento Provisional Político del Imperio incluía una tímida participación estatal: "el gobierno [...] expedirá reglamentos y órdenes [...] para hacer que los establecimientos de instrucción y moral pública, existentes hoy, llenen los objetos de su institución [...]" (Tena, 1999:102 y 144).
5 Para una más amplia descripción de la enseñanza en esa época, ver el texto completo de la referencia que se hace a Altamirano. También: http://www.monografias.com/trabajos82/ignacio-manuel-altamirano/ignacio-manuel-altamirano.shtml.
6 Art. 3° (1917): "La enseñanza es libre; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria, elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares. Ninguna corporación religiosa, al ministro de algún culto, podrá establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria. Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia oficial. En los establecimientos oficiales se impartirá gratuitamente la enseñanza primaria" (INSP, 2011).
7 A partir de 1925 el valor real de los salarios de los maestros a mediados de los años cuarenta cae a la mitad y sólo recupera su valor inicial a fines de los setenta. Esto le permitió al Estado contratar a dos maestros por el costo de uno (ver Aboites, 1984).
8 La matrícula en educación superior pasó de 291 a 876 mil estudiantes (1971-1981, sin contar normales) (un incremento de 201%), y un aumento aún más pronunciado ocurre en la educación media superior (329 mil a 1.43 millones) (Salinas de Gortari; 1994:363, 355). La reforma constitucional de 1980 legaliza la sindicalización de los trabajadores universitarios y la autonomía de las universidades. Otras reformas incorporan al Partido Comunista a la vida pública y declaran la amnistía para presos políticos y ex guerrilleros.
9 "Art.- 3°. Todo individuo tiene derecho a recibir educación [...] La educación primaria y la secundaria son obligatorias" (1993) (INSP, 2011).
10 El texto anterior a 1993 señalaba que "por lo que concierne a la educación primaria, secundaria y normal (y a la de cualquier otro grado destinada a obreros y a campesinos) [el particular] deberá obtener previamente en cada caso, la autorización expresa del poder público. Dicha autorización –añadía– podrá ser negada o revocada, sin que contra tales resoluciones proceda juicio o recursos alguno". Junto con este párrafo desaparece además otro similar que decía: "el Estado podrá retirar, discrecionalmente, en cualquier tiempo, el reconocimiento de validez oficial a los estudios hechos en planteles particulares" (INSP, 2011).
11 Se argumenta que la responsabilidad del Estado es diferente entre unos y otros niveles (y por eso en unos se utiliza el verbo impartir y en otros no) porque unos son obligatorios y otros no. Sin embargo, los derechos tienen igual naturaleza independientemente de su carácter. No es obligatorio hacer uso de la libertad de expresión, por ejemplo, pero el Estado debe garantizarla para quien decida ejercerla.
12 La Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior (FIMPES) señalaba en 2003 que de mil 100 instituciones particulares sólo 74 habían comprobado su calidad académica y señalaba que el Registro de Validez Oficial de Estudios no garantizaba la calidad de las escuelas (Profeco, 2003:13).
13 De hecho, el crecimiento de la educación superior muestra una tendencia general a la baja: durante los años noventa la matrícula sólo aumentó 56.7%, pero en la primera década del nuevo siglo 39%, casi igual a la cifra de los ochenta (35%) (SEP, 2011:24). Muy lejos ciertamente del aumento de los años setenta (201%).
14 "Conjunto de conocimientos, habilidades y destrezas tanto específicas como transversales que debe reunir un titulado para satisfacer plenamente las exigencias de los contextos sociales. Fomentar las competencias es el objetivo de los programas educativos. Las competencias son capacidades que la persona desarrolla en forma gradual y a lo largo de todo el proceso educativo y son evaluadas en diferentes etapas" (Beneittone, 2007: 320).
15 El "mérito" de una persona se puede verificar a través de un análisis de la trayectoria del demandante, mediante trabajos escritos, entrevista, promedio escolar, etc. Sin embargo, en su respuesta la Comisión habla de un examen (y al describirlo ofrece el retrato hablado de un examen estandarizado de opción múltiple) y con eso interpreta hacia una mayor restricción a los instrumentos internacionales y a la propia normatividad mexicana que en ningún momento mencionan siquiera la figura del examen. Es más congruente reconocer que existe el derecho pleno a la educación también en estos niveles pero que el Estado no ha hecho el esfuerzo suficiente por volverlo efectivo para todos los que lo demanden. En otros países –con una cobertura mayor del 70%–, ¿hay más jóvenes con el mérito necesario?
16 La OCDE señala que "el salto que lleva en una sola generación a los hijos de familias que sólo tuvieron una instrucción primaria hasta el nivel de cinco años de educación superior es bien difícil de franquear, y no es por tanto posible sino para un pequeño número. Hay que proponer a las clases medias no estudios largos [...] sino objetivos más realistas y más accesibles. Tanto la competitividad económica como la armonía social exigen, en consecuencia, un desarrollo de las calificaciones intermedias [educación técnica]" (OCDE, 1997:200).
17 Como consta en el pliego de demandas del Movimiento de Excluidos de la Educación Superior (MAES) de 2006 en adelante.
Todo parece haber cambiado en el aula del nuevo milenio en la que cada vez es más frecuente encontrar tabletas, PDIs, dispositivos de respuesta y evaluación… Todo es diferente a excepción de una cosa: hay un profesor, un número de alumnos y un proceso: el de la docencia, el de la comunicación efectiva, el de la transmisión de conocimientos. Es este factor humano el protagonista de la revolución pedagógica que ya no es tecnológica sino de manejo de la tecnología.
Después de décadas de desarrollo de soluciones tecnológicas educativas y en un momento de plenitud de las mismas, el elemento educativo diferenciador es, actualmente, el profesor. Ya tenemos la tecnología que permitirá un cambio radical en la forma de enseñar pero tendremos que evolucionar como docentes si queremos aplicarla debidamente.
A la espera del fruto del nuevo orden educativo implantado en algunos colegios (sin asignaturas, exámenes u horarios), el camino correcto pasa por revisar metodologías y realizar un esfuerzo de adaptación similar al de otros países, donde los métodos y materiales tradicionales de enseñanza son impensables. No obstante, he aquí algunos factores que no podemos pasar por alto si queremos tener éxito.
Habrá docentes que, leyendo el primer párrafo, no se sientan identificados y se lamenten de no tener acceso a las tecnologías educativas o de no recibir apoyo. No les falta razón. Éste es, precisamente, otro de los aspectos capitales de esta otra revolución, conseguir equipar las aulas (todas, sin excepción). Solo entonces podremos hablar de cambio, de evolución en la metodolgía. Solo entonces podremos exigir tal evolución. De nada nos sirve compararnos con otros países cuando el nivel de implantación de los medios necesarios para acometer esta reforma tampoco es parecido.
Aunque, si bien la implantación de medios y recursos será solo cuestión de tiempo, no es menos cierto que muchos docentes –y, por supuesto, no todos- aún están en el camino de la adaptación al nuevo signo de los tiempos, y que no son pocos los centros en los que las pizarras digitales, por poner sólo un ejemplo, se utilizan solo para proyectar o no se utilizan.
La formación, necesaria
Esto, más allá del posible (y, seguramente, no tan cierto) recelo que algunos formadores tal vez sientan frente a los cambios en la metodología, tiene una explicación simple: los profesores apenas tienen tiempo que dedicar a reciclarse. Bastante tienen, en muchos casos, con llegar a casa de una pieza (y aún con trabajo acumulado) después de cada jornada en un centro educativo. A las clases impartidas hay que sumarles el tiempo de preparación de las mismas, la corrección de ejercicios y exámenes y las funciones no lectivas que acompañan a cada cual durante su jornada (patios, comedores, reuniones, claustros, juntas de evaluación, tutorías y labores administrativas de todo tipo).
¿Cómo conseguir que los profesores se formen para evitar que las tecnologías nos derroten en lugar de complementarnos? ¿Cómo conseguir formarles sin agotarles? Para evitar perpetuar esta paradoja, es necesario que los desarrolladores de soluciones educativas animemos a los docentes a participar en cursos de formación y es nuestra responsabilidad facilitarles el acceso a los mismos, de forma presencial u on line. De otro modo, en el futuro habrá sido igual que si diéramos automóviles sin ruedas, por muy de alta gama que fueran.
Carlos Casado es responsable de Producto y Formación de Promethean
TOMADO DE: http://www.educaciontrespuntocero.com/noticias/la-revolucion-pedagogica-ya-no-es-tecnologica-por-carlos-casado/26705.html